Terminando ya, queda poco,
demasiado poco. Menos mal que están de por medio exámenes y entregas, sino no
creo que estuviera tan tranquila, que no lo estoy mucho, pero mi actividad
neuronal tiene que centrarse en lo académico. Un verano plagado de planes
futuros en el aire, que espero que alguno de ellos se materialice, para hacer
la transición llevadera. No quiero un verano de asfalto, de humos de coches, de
mediodías insufribles por el calor, de trabajos precarios, de tiempo muerto, de
verbenas de pueblos y barrios. Quiero un verano de sol y playa, un verano sin
apenas gente, un verano de vagabundeo, repleto de días de risas, de abrazos, de
amores fugaces.
Pero me temo que me voy a pegar
un ostión y de los buenos, de esos que hacen mucho daño, de esos que te dejan
tonta. No quiero quedarme dentro de un caparazón asfixiante, no quiero volver a
la cárcel patriarcal, eso que mucha gente llama dulce hogar. En estos tiempos
de crisis mucha gente habla de la corrupción política, de inyecciones multimillonarias
a los bancos, de la gente parada, de lo mal que lo pasan las familias…y del
apoyo social de las familias, que sin ellas habría muchas personas que estarían
todavía muchísimo peor de lo que están. La familia para las sociedades
mediterráneas y católicas es un gran superhéroe (y no súper heroína, que aunque
la palabra sea en femenino la familia es la gran institución patriarcal), que
dogma tan dañino. Pero lo que casi nunca sale a la luz es que la familia
también es la que destroza muchísimas vidas. Las paredes del dulce hogar pueden
ser también las de una cárcel en la que se tortura.
Si de algo me ha servido estar
unos meses fuera de casa, es para tomar distancia y recordar, y analizar con la
frialdad y la minuciosidad de un forense el cadáver que llevo dentro de mí.
Nunca he tenido una relación abierta y de confianza con mis padres, siempre ha
habido una gran distancia emocional en un montón de aspectos, y la comunicación
para lo personal ha sido siempre bastante escasa, por no decir que nula. Pero
más allá de ello, al ir recordando poco a poco y muchas veces con demasiado
dolor los años de mi preadolescencia, me pregunto por qué he estado
prácticamente huérfana. Por qué ni mi madre ni mi padre se preocupaban por mi insomnio,
por qué no se preocupaban por mis náuseas y vómitos matutinos que me impedían
desayunar, hasta que dejé de hacerlo. Ha sido hace unos meses cuando he vuelto
a poder desayunar nada más levantarme, sin que ello me provocara ir
directamente al baño a vomitar. Por qué no se preocupan por mis mareos. Odio
esa sensación, notar que dejas de ver y de oír, que te entran sudores fríos,
que te entran nauseas, hasta llegar a desplomarte al suelo en muchas ocasiones
y perder la consciencia durante unos segundos. Por qué mi madre se empeñaba en que
comiera ensalada para que no tuviera diarrea. Por qué mi madre no se preocupaba
cuando era ya demasiado mayor como para pedirla que me viniera a arropar a la
cama y me diera un beso de buenas noches. Pues no, no se preocupaban,
simplemente me caían reproches, me tomaban como si fuera estúpida o yo que sé. Yo por entonces y hasta hace bien poco no sabía qué le pasaba a mi cuerpo, ha sido ahora cuando he sabido que eran somatizaciones, que mi cuerpo reaccionaba de una u otra manera porque vivía aterrada dentro de mi casa.
No quiero volver a la cárcel
patriarcal. No quiero. No quiero ser una parada más encerrada en las paredes
del amargo hogar.
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