viernes, 17 de agosto de 2012

El parto



Últimamente no paro de darle vueltas a ese momento. Estábamos en el ascensor, ya llegábamos a casa tras haber estado casi todo el día fuera. Te acercaste a mí, me estrechaste la cintura mientras me lamías la oreja y el cuello. Fue notar que te acercabas y todo se oscureció. Me quedé paralizada por el miedo. Tras haber pasado unos días juntos, felices y sin parar de follar, me quedé paralizada. Se abrió el ascensor y entramos a casa. Me tendiste en la cama, me quitaste las bragas y empezaste a comerme las nalgas. Yo yacía inmóvil, como si mi cuerpo no me perteneciera. Estaba aterrada, me sentía ahogada, mi cuerpo estaba atravesado de nudos, de sudores fríos. Notaste que algo no iba bien, y me preguntaste qué me pasaba. Con la voz entrecortada te dije que no me sentía bien, tu soltaste “¡Pues dilo coño!”, y saliste de la habitación.  No sé cuánto tiempo permanecí en la cama sin moverme, llorando en silencio. Me levante de la cama y salí a la terraza a fumarme un cigarro y a notar la brisa. Te oía haciendo la cena, y te acercaste a la terraza a dejarme una cerveza. Yo ni te miré, seguía fumando, temblorosa. Al rato volviste, te miré y rompí a llorar. Nos abrazamos. Lloraba, lloraba y lloraba, pero no en silencio como antes, sino que eran berrinches agonizantes.

Los días siguientes estuve delirando y con insomnio. Me tiraba las tardes enteras caminando sin sentido ni dirección durante horas.

Aquella noche volví a nacer. Fue un parto doloroso, pero renació una criatura con más vida que nunca.




Luz, ¡que bonita luz!
háblame del sol, dame su calor,
y háblame del mar,
de esas olas que destrozan.

Bienvenido, desgraciado
al planeta de los esclavos,
los mendigos y los perros traicioneros
¡cuando hay hambre!.

Desgraciado, ¡destroza tu cuerpo!
si no quieres ser devorado.
¡Y enloquece!
si no quieres ser humillado 


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