martes, 14 de febrero de 2012

De los soles



Nunca está de más leer escritos propios del pasado. Aquellos donde el último anhelo de esperanza desbordaba alegría y unas ganas inmensas de placer. El último, y yo pensaba que iba a ser el primero, el primer anhelo de un sentir verdadero. Cascadas de pasión emanaban desde mi cuerpo, y yo ilusa, revoloteaba despreocupada y feliz entre el humo de hechiceros, las flores y el sol, un sol que me estaba abrasando, quemando viva aunque no me diera cuenta.  

Ahora no queda nada de ese sol, aquel sol que no eran más que las llamas del mismo infierno, pero disfrazadas de nubes de azúcar. Ya no tomo el sol, porque me ha causado cáncer de piel, porque era un sol que me despellejaba poco a poco y que me abrasaba. Me resguardé de él en el corazón de la sierra, entre afiladas piedras, entre el hielo y la nieve. Pasé meses y meses, aunque de vez en cuando abría la puerta de mi cueva a algunos rayos de sol. Hasta que decidí salir de ahí para volver a los campos de las flores de colores, pero unos campos donde el sol no quema y no huele a humos de hechiceros, sino a primavera. 

Debido a la buenaventura, me confié tanto que un día el sol llegó a sumirme en un estado de plena ceguera, ya no tenía que volver a esconderme en una cueva porque se había instalado dentro de mí. Ya no percibo ni flores, ni humos, ni olores, ni luces, sólo la frialdad de unas sábanas que esperan el regazo de un solo cuerpo.
El mío.
Solo. 

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