Ella se regalaba. Continuamente, a cualquiera. A cualquiera que le dijera “bonita”, a cualquiera que se detuviera a mirarla, a cualquiera que se la llevara de la mano, a cualquiera que se tomara la molestia de desanudar el lazo rojo que usaba como único vestido….
Desnuda y atada por aquel enorme lazo, como un paquete sin abrir, como una sorpresa de carne hambrienta, así se aventuraba a las calles. Andaba despacio, con los ojos muy abiertos, suplicantes. Buscaba desesperadamente un dueño, porque ella hacía tiempo que había dejado de ser dueña de sí misma.
Regalaba sus abrazos, sus besos, su saliva, sus humedades, regalaba su boca siempre dispuesta, regalaba cientos de gemidos, regalaba las palabras que todos querían oír. Se regalaba sin esperar que le dieran nada a cambio. Todos sus orificios eran brutalmente desvirgados una y otra vez, día tras día, noche tras noche, hasta el momento en que, decidida a ser amada de otras formas, se los cosió con un grueso hilo, como si fuera una muñeca de trapo. Sus amantes enloquecieron, no era bastante con acariciarla, con morderla, tenían que arrancarle los ojos para eyacular en sus cuencas, sorberle los sesos, desmembrarla y comérsela con mermelada. Ella disfrutaba alimentando el deseo, pero para cuando se llegó a dar cuenta, era una pequeña carcasa tirada en mitad de la acera.
Mutilada, hueca, pero extrañamente feliz.
Ana Elena Pena. Hago Pompas con saliva
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