domingo, 24 de julio de 2011

Profanaciones.



Entramos como si fuéramos turistas para ver la catedral. Apenas había gente, así que íbamos a estar bastante a gusto deambulando a nuestro ritmo. Siempre me han gustado las catedrales, tanto las románicas como las góticas, perderme por ellas, sentir la aspereza de la piedra centenaria por la palma de mi mano, el olor característico de estos templos, la iluminación, sentarte en un banco simplemente a observar todo lo que te rodea…

Las visitas a las catedrales o iglesias siempre han formado parte de mi cotidianidad, ya sea por celebraciones litúrgicas como por interés artístico y cultural. Pero la iglesia de uno de mis tantos barrios, fue un refugio en una época de mi vida bastante turbia, es un lugar gratuito, donde nadie te pregunta, donde en invierno estás resguardada del frío y en verano del calor, donde si tienes ganas de charlar o de que alguien te escuche te metes al confesionario.

Aquel día entramos en el confesionario de la catedral. A él también le gustan las catedrales. Tras haberla recorrido nos empezamos a besar detrás del órgano mientras él me apretaba las nalgas y yo le acariciaba la polla. Al lado había una fila de confesionarios y entramos en uno de ellos. No había ningún cura esperando el relato de nuestros pecados y mientras el calor se hacía cada vez más denso, fui bajando hasta encontrarme con ella, rosada, grande, hermosa y dulce. La huelo, la pajeo, me la restriego por la cara. La lamo despacio por un lado, mi nariz juega con su capullo, mientras le acaricio los huevos y el ano. Todo me huele a gloria. De arriba abajo mis labios y mis dientes, frotándose con ella se deslizan, me la meto de lleno, hasta el fondo, y entonces brotan lágrimas que patinan con suavidad sobre mis mejillas, hacia dentro hacia fuera, hacia dentro, hacia fuera. Paro para retomar la respiración, y le empiezo a comer el culo, mientras mi mano le pajea con soltura y elegancia. Tiembla, jadea. Enganchada a él no sé cuánto tiempo pasó, pero ahí estábamos, bajo la mirada de la Inmaculada a un lado y el Sagrado Corazón al otro. Se empieza a correr, su esperma sale disparado no sólo hacia mi boca, también hacia las imágenes de la Virgen y de Cristo. Nos abrazamos. Nos olemos. Nos besamos. Descansamos.

Salimos del confesionario el agarrado a mi cintura, acariciándola con suavidad por debajo de mi camiseta, yo con una mano dentro de un bolsillo trasero de sus vaqueros. Caminamos así hasta la puerta, para salir a la calle. Estaba atardeciendo.

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