Cuando era pequeña me gustaban
mucho las navidades, como a todos los niños imagino. Me encantaba hacer el
Belén, el árbol, poner guirnaldas por las paredes… Para mí el día 5 y 6 eran
mis días preferidos de año. El día 5 y sobre todo según se iba acercando la
noche la ilusión y los nervios te quitaban a veces hasta el sueño. Era como si
hubiera magia flotando en el ambiente. A los diez años ya la cosa me iba
dejando de cuadrar y por lógica e intuición fui consciente de que los Reyes
Magos eran los padres. Al final mi madre me lo terminó revelando pero yo ya lo
sabía, así que en ese sentido no creo que la preocupara mucho, creo que fue así
mejor. Desde entonces empecé a alejarme
de la navidad, de hecho ya con quince años dije en casa que yo no quería ningún
tipo de decoración navideña en la casa. Ya no es que me alejara de la navidad,
es que me resultaba nauseabunda por el consumismo y la hipocresía. De todas
formas, me seguían gustando las navidades porque estaba la fiesta de Nochevieja
de por medio, las comidas con compañeros de clase, con amigos… Pero a partir de
los veinte, el odio por el consumismo y la hipocresía ya no era odio, si no
absoluta indiferencia, así que como las comidas con compañeros de clase, las
cenas de trabajo y la fiesta de Nochevieja.
Estas navidades han sido
peculiares porque no he tenido adornos, ni cenas de empresa, ni encuentros con
familiares y amigos que están lejos. Estas navidades he estado sola en casa,
aunque sí que he tenido mi cena de Nochebuena y mis fiesta de Nochevieja en compañía.
A pesar de ello, no he echado en falta las convenciones navideñas sean del tipo
que sean. Ya no me ilusionan ni los reencuentros navideños ni las esperanzas
del año venidero, ni me preocupa que no me transmitan nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario