Cuando te conocí me enamoré. Me
enamoré de ti, me obsesioné contigo. Fue y sigue siendo algo patológico. Ya han
pasado años y cuando me meto sola en la cama casi siempre sigo pensando en ti,
en cómo nuestros cuerpos se entrelazan, en cómo nos besamos y acariciamos.
Cuando te conocí me sentía
orgullosa de besarte o acercarme a ti en público, nunca había experimentado
algo así. Con otros nunca lo había
querido, me mostraba siempre distante y me apartaba cuando intentaban rodearme
la cintura o plantarme un beso. El cariño y la cercanía me daban asco e incluso
ansiedad, muchas veces saltaba a la defensiva, e imponía un muro de hormigón
infranqueable al que tenían prohibido atravesar. Sólo bastaba un gesto o una
mirada para que lo entendieran. Y así me pasaba que ninguno quería más de mí. La
gran mayoría pensarían que era una psicópata sexual con un corazón de hierro.
Muchos incapaces de satisfacerme porque mi apetito sexual duplicaba al suyo con
creces, muchos que se aburrían de mí porque simplemente quería sexo y no
conversaciones eternas ni citas de cena y cine, muchos a los que les daba asco
tener que acostarse con una perra sucia siempre sedienta a la que le daba igual
cualquier propuesta.
Contigo me abrí en canal, me
desgarré la piel y te mostré las horrendas vísceras sangrantes y doloridas. Con
otros tantos sólo me abrí de piernas, mostrando un coño humeante y no sólo con
ganas de sexo, un coño que derrama lágrimas que piden a gritos un poco de
ternura.
Contigo aprendí mucho de mí
misma, formé un vínculo imaginario indisoluble, todo un mundo de fantasía que
se venía abajo cuando volvía a verte. Eras tú quien ponía las barreras y cuando
nos despedíamos se apoderaba de mí el miedo a que esa sería la última vez. Me
sentía utilizada, engañada y absolutamente desconectada de mi cuerpo.
Es muy difícil abrir una brecha
entre la realidad y la fantasía, porque los miedos te encierran en un abismo
del cual es difícil salir.
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