Nunca está de más leer escritos
propios del pasado. Aquellos donde el último anhelo de esperanza desbordaba
alegría y unas ganas inmensas de placer. El último, y yo pensaba que iba a ser
el primero, el primer anhelo de un sentir verdadero. Cascadas de pasión
emanaban desde mi cuerpo, y yo ilusa, revoloteaba despreocupada y feliz entre
el humo de hechiceros, las flores y el sol, un sol que me estaba abrasando,
quemando viva aunque no me diera cuenta.
Ahora no queda nada de ese sol,
aquel sol que no eran más que las llamas del mismo infierno, pero disfrazadas
de nubes de azúcar. Ya no tomo el sol, porque me ha causado cáncer de piel,
porque era un sol que me despellejaba poco a poco y que me abrasaba. Me resguardé
de él en el corazón de la sierra, entre afiladas piedras, entre el hielo y la
nieve. Pasé meses y meses, aunque de vez en cuando abría la puerta de mi cueva
a algunos rayos de sol. Hasta que decidí salir de ahí para volver a los campos
de las flores de colores, pero unos campos donde el sol no quema y no huele a
humos de hechiceros, sino a primavera.
Debido a la buenaventura, me confié
tanto que un día el sol llegó a sumirme en un estado de plena ceguera, ya no
tenía que volver a esconderme en una cueva porque se había instalado dentro de
mí. Ya no percibo ni flores, ni humos, ni olores, ni luces, sólo la frialdad de
unas sábanas que esperan el regazo de un solo cuerpo.
El mío.
Solo.