domingo, 7 de marzo de 2010

El poder de la seducción...




Laura, la ninfómana, está bailando la rumba, la encarnación de la alucinación del sexo, la ninfa del mar culebreandoen los brazos del maníaco. Los miro bailando la rumba, con el sexo exfoliado y retorcido como la cola de una vaca. En el vientre del trombón se encuentra el alma americana pediéndose a sus anchas. Nada se desperdicia: ni el menor esputo de un pedo. En el sueño dorado y dulzón de la felicidad, en la danza de orina y gasolina pastosas, la gran alma del continente americano galopa como un pulpo, con todas las alas desplegadas, todas las escotillas echadas, y el motor zumbando como una dinamo.
La gran alma dinámica atrapada en el clic del ojo de la cámara, en el ardor del celo,
exangüe como un pez, resbaladiza como mucosidad, el alma de gentes de razas
diferentes copulando en el suelo marino, con ojos desorbitados por el deseo,
atormentados por la lascivia. La danza del sábado por la noche, la danza de melones
que se pudren en el cubo de la basura, de moco verde fresco y ungüentos viscosos para
las partes tiernas. La danza de las máquinas tragaperras y de los monstruos que las
inventan. La danza de los revólveres y de los cabrones que lo usan. La danza de la
cachiporra y de los capullos que golpean sesos hasta convertirlos en un pulpo de
pólipo. La danza del mundo del magneto, de la bujía que no hace chispa, del suave
zumbido del mecanismo perfecto, de la carrera de velocidad en una plataforma
giratoria, del dólar a la par y los bosques muertos y mutilados. El sábado por la noche
de la danza apagada del alma, en la que cada bailarín que brinca es una unidad
funcional o el baile de San Vito del sueño de la culebrilla, Laura, la ninfómana,
sacudiendo el coño, con los dulces labios de pétalo de rosa dentados con garras de
rodamiento de bolas, con el culo como una articulación esférica. Centímetro a
centímetro, milímetro a milímetro, empujan por la pista el cadáver copulador. Y
después, ¡zas! Como si desconectaran un conmutador, cesa la música de repente y con
la interrupción los bailarines se separan, con los brazos y las piernas intactos, como
hojas de té que bajan al fondo de la taza. Ahora el aire está azul de palabras, un lento
chisporroteo como el del pescado en la plancha. La broza del alma vacía alzándose
como cháchara de monos en las ramas más altas de los árboles. El aire azul de palabras
que salen por los ventiladores, y vuelven de nuevo en el sueño por túneles y chimeneas
arrugadas, aladas como el antílope, rayadas como la cabra, ora inmóvil como un
molusco, ora escupiendo llamas. Laura, la ninfómana, fría como una estatua, con las
partes devoradas y el cabello arrebatado musicalmente. Al borde del sueño, Laura de
pie con los labios mudos y sus palabras cayendo como polen a través de una niebla. La
Laura de Petrarca sentada en un taxi, cada una de cuyas palabras suena en la caja
registradora, y después queda esterilizada, y luego cauterizada. Laura, el basilisco
hecho enteramente de amianto, caminando a la hoguera con la boca llena de goma de
mascar. Excelente es la palabra que lleva en los labios. Los pesados labios aflautados de
la concha marina. Los labios de Laura, los labios de un amor uranio. Todo flotando
hacia la sombra a través de la niebla en declive. Ultimas heces murmurantes de labios
como conchas deslizándose a lo largo de la costa del Labrador, escurriéndose hacia el
este en la corriente de yodo. Laura perdida, la última de los Petrarcas, desvaneciéndose lentamente al borde del sueño. No es gris el mundo, sino falto de lascivia, el ligero
sueño de bambú de la inocencia suave como la superficie de una cuchara.
Y esto en la negra nada frenética del vacío de la ausencia deja una deprimente
sensación de desaliento saturado, que no es sino el alegre gusano juvenil de la exquisita
ruptura de la muerte con la vida. Desde ese cono invertido del éxtasis la vida volverá a
alzarse hasta la prosaica eminencia del rascacielos, a arrastrarme por los pelos y los
dientes, henchido de una tremenda alegría vacía, el feto animado del nonato gusano de
la muerte al acecho de la descomposición y la putrefacción.


Trópico de Capricornio. Henry Miller.

María Félix, al natural, era mucho más impresionante que en la pantalla del cine. Su espesa melena azabache, su figura delgada, sus pasos de reina, su actitud viril y castradora, su embriagante belleza mexicana, sus barrocas joyas, su lojoso traje de noche y sobre todo el brillo imperial de sus ojos, aunado a su leyenda de mantis religiosa, cortaban el aliento. Un silencio testicular inundó el recinto. Leonora lo rompió dando un tirón al celo que, como un enorme pájaro, voló sobre nuestras cabezas hasta chocar contra los cristales de la ventana y desmayarse, La Félix, lanzando un grito de admiración, se pantó frente a la tela, exhibiendo su desnunda espalda. Luego, giró lentamente desde un altísimo trono, echando invisible fuego por las pupilas, nos miró a los ojos, uno a uno, cin la intención de derretirnos. Se detuvo en Eldra. Con gran satisfacción, exhaló por su boca una frase cálida que se extendió en el aire como una culebra: << El perro también me desea>>. Al oír esto sentí una emoción parecida a una tela cuando se rasga. Recorde lo que Sara Felicidad, mi madre, me había dicho cuando yo tenía 7 años: << Desupués de hincharme a golpes los ojos (porque le pareció que había mirado con apetito a un cliente en la tienda), tu padre me violó, dejándome en cinta. Desde entonces lo odié y a tí no te pude querer. Cuando naciste me hice ligar las trompas>>. Cruel constatación, fui un feto no deseado. Por eso viví sientiendo que nada era mío. Para que el mundo nos pertenezca debemos pensar que nos desea. Sólo aquello que nos desea es nuestro. María Félix, sintiéndose deseada hasta por el perro, era una reina, lo poseía todo.


El maestro y las magas. Alejandro Jodorowsky.

La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir el deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.


Rayuela. Julio Cortázar.

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