domingo, 19 de junio de 2011

La muerte en la vida.



Rechazo, miedo, soledad…la impuesta penitencia de la Inquisición que sigue dentro de tantísimas almas. Prefiero tirarme yo misma a la hoguera en estos días, días en pleno siglo XXI, de un mundo decadente, compuesto por seres humanos decadentes, miserables.

Hay días con ganas de amar, hay días con ganas de sed de venganza…da igual como sean esos días, todos comparten la esencia del sufrir, de la impotencia, del pensar en un futuro donde reina la incertidumbre, donde todo es gris y donde la única vía de mi liberación sea autoimponerme la esclavitud. Porque prefiero ser yo misma esclava, a que terceros me esclavicen. Prefiero autodestruirme a que sean otros los que me destruyan. Prefiero tirarme yo misma a la hoguera y notar cómo me voy quemando viva, cómo mi cuerpo se va descomponiendo…

Bruja, bruja, bruja.

Y pasa el tiempo y sigo sola, incapaz de abrirme al mundo, desconfiando hasta de las miradas, las formas de andar, desconfiando hasta de las mismas putas sombras, sombras que me persiguen, que me quieren hacer daño.

Porque todo lo que cargo desde dentro pesa, duele, me ahoga, me mata lentamente.

¿Me destruyen o me autodestruyo?

Entonces quise dejarlo. En alguna región remota de mi ser aleteaba un sentimiento de repugnancia. Y él temía esa reacción en mí. Quería escapar. Quería dejarlo. Pero lo vi tan vulnerable. Me parecía terrible verlo tendido de espaldas, crucificado y a la vez tan potente… irresistiblemente atractivo. Y recordé que en todos mis amores ha habido una reacción de rechazo… que siempre he tenido miedo. No lo ofendería con mi fuga. No lo haría después de los años de dolor que le había provocado mi rechazo anterior. Pero en ese momento, después de la pasión, tenía que ir a mi habitación, estar sola. Esa unión me había envenenado. No era libre para disfrutar su esplendor, su magnificencia. Una sensación de culpa pesaba sobre mi placer, me agobiaba, pero no podía revelárselo. El era libre, mayor y más valiente que yo. Podía aprender de él.


Anaïs Nin (Quién si no).



Doctor Deseo (Quién si no).

La muerte andaba detrás de los espejos rotos,
tenía mi nombre tatuado entre sus labios
y tuve miedo.
Desnudas las cejas, un invierno y otro más
sin apenas fuerzas
en medio de este mar enfermo.
¡Hace tanto frío!
Y gritaba:
¡No me abandones!
¡No me abandones!

Que el mundo se rompa mientras tú me abrazas.
Que sólo quien tiene puede regalar.
No hay gozo sin llanto,
rosas, sin espinas.
Confieso en tu esquina que vivo por ti.

Con lágrimas y sonrisas
limpiabas mis heridas.
Pusiste lunas a las noches sin fin.
¡Hace tanto frío!

Me regalaste las ganas de luchar
por aquello que nunca supe apreciar
el placer de estar vivo.
Y ahora grito:
¡No me abandones!
¡No me abandones!

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